Hace unos días Google presentó un
coche. Como cabría esperar, no se parece en nada a un coche
convencional: no tiene pedales ni volante. Tan sólo le dices a dónde
quieres ir, y el coche te lleva a tu destino.
Mientras esto ocurre, los taxistas
están muy preocupados. Pero no por Google, sino por Blablacar, una aplicación que permite compartir coche. Al
igual que hicieron las discográficas frente al MP3, piden más
proteccionismo. Pero se equivocan completamente de enemigo, y de
guerra.
Los taxistas se preocupan porque una
pequeña ola les ha mojado el pie, pero no hacen ni caso del
gigantesmo tsunami, ya visible en el horizonte, que se acerca a toda
velocidad.
¿Qué pasará cuando los coches sin
conductor lleguen al mercado, dentro de no muchos años? Bueno,
alguien pensará, podría ser algo bueno. ¿Qué pasaría si un
taxista se compra uno de esos coches? Podría, literalmente, vivir
sin trabajar: el coche haría su trabajo y él sólo tendría que
recoger los beneficios.
Sin embargo, desgraciadamente, es muy
poco probable que esto ocurra. Esta película no es nueva, y todos
sabemos como acaba.
Grandes empresas multinacionales van a
entrar en este mercado. Comprarán enormes parques de coches y
camiones autónomos. Y mandarán a casa a millones de taxistas,
chóferes y transportistas sin siquiera darles las gracias por los
servicios prestados.
Se supone que la tecnología debería
mejorar la vida de todos y todas. Pero en lugar de eso, con nuestro
sistema actual, la tecnología sirve para enriquecer a los que ya son
ricos y hundir en la miseria a todos los demás.
¿Cuando nos daremos cuenta de que hay
que cambiar el sistema? Espero que antes de que sea demasiado tarde,
si no lo es ya.
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